Blog donde recopilo lo (subjetivamente) mejor de fragmentos, artículos y reflexiones de textos místicos, religiosos, espirituales o filosóficos que me voy encontrando por mis peripecias literarias.

Mal de escuela, Danniel Pennac


El padre de Nathalie inauguraba una época en la que ni siquiera el futuro
parecía tener futuro. Sí, eso es lo que
padres o profesores les inculcamos durante los años siguientes para «motivarles» más.


¡Cuánta tristeza les metimos en el alma durante todos esos años!


Nuestros «malos alumnos» (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca
van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre,
de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas
renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente
amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer
y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando
dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a
menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado,
claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un
presente rigurosamente indicativo.


Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor. 


Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquier cosa: es la eternidad en un jarro de cristal.


Maleficio del papel social para el que hemos sido instruidos y educados, y que
hemos representado «toda la vida», es decir la mitad de nuestro tiempo de vida: nos
quitan el papel y hasta dejarnos de ser actores.

Estos dramáticos finales de carrera evocan una angustia bastante comparable, a
mi entender, al tormento del adolescente que, convencido de no tener porvenir
alguno, vive el paso del tiempo con tanto dolor. Reducidos a nosotros mismos, nos
reducirnos a nada. Hasta el punto de que a veces nos matamos. Esto indica, como
mínimo, un fallo en nuestra educación.


en la sociedad donde vivimos, un adolescente instalado en la
convicción de su nulidad —y he aquí, al menos, algo que la experiencia vivida nos
habrá enseñado— es una víctima

 

Y aquí finaliza mi elogio del internado.
Ah, sí, de todas formas, para aterrorizar a todo el mundo añadiré, puesto que yo
mismo enseñé en ellos, que los mejores internados son aquellos en los que los
profesores también están internos. Disponibles a cualquier hora, en caso de S.O.S.


Duda en cuanto a la necesidad de este libro, duda en cuanto a mi capacidad para
escribirlo, duda sobre mí mismo, sencillamente, duda que florecerá muy pronto en
consideraciones irónicas sobre el conjunto de mi trabajo, sobre mi vida entera...
Proliferante duda... Son frecuentes estos ataques. Por mucho que sean una herencia de
mi zoquetería, no me acostumbro a ellos. Se duda siempre la primera vez, y la duda es
malsana. Me empuja hacia mi tendencia natural. Me resisto pero, día tras día, vuelvo a
ser el mal alumno que intento describir. Los síntomas son rigurosamente semejantes a
los de mis trece años: ensoñación, pereza, dispersión, hipocondría, nerviosismo,
taciturno deleite, cambios de humor, jeremiadas y, por último, pasmo ante la pantalla
de mi ordenador, como antaño ante los deberes que debía hacer, el examen que debía
preparar... Aquí estoy, ríe sarcástico el zoquete que fui.


Quiénes eran mis alumnos? Algunos de ellos el tipo de alumno que yo había
sido a su edad y que se encuentra un poco por todas partes en los centros donde
embarrancan los chicos y chicas eliminados por los institutos honorables. Muchos
repetían y se tenían en muy poca estima. Otros se sentían simplemente al margen,
fuera del «sistema». Algunos habían perdido, hasta el vértigo, el sentido del esfuerzo,
de la perseverancia, de la obligación, es decir del trabajo; se limitaban a dejar que
pasara la vida, entregándose a partir de los años ochenta a un consumo desenfrenado,
no sabiendo utilizarse a sí mismos y poniendo su ser solo en lo que les era ajeno (la reflexión de
Rousseau, transportada al plano material, no les había dejado indiferentes).


La universidad forma exactamente lo que su sistema desea –responde un
empleado, no tan tonto–: ¡esclavos incultos y clientes ciegos! Las grandes escuelas
formatean a sus capataces, perdón, sus «ejecutivos», y sus accionistas hacen girar la
manivela de los dividendos.


Diálogo de sordos, necesidad de tirar pelotas fuera, aplazar el desenlace. Nos
separamos sin solución y sin ilusiones, convencidos los unos de no ser obedecidos, los
otros d no ser comprendidos.


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