-P: Pero si éste es el auténtico sentido de esta doctrina, ¿puede
ser ésta llevada a la práctica?
R: Sí, del mismo modo que las otras acciones de bien que nos
dicta la ley de Dios. El bien no puede ser practicado en todas las
circunstancias sin abnegación, privaciones, sufrimiento y, en
último extremo, sin la pérdida de la propia vida. Pero aquél que
valora más su propia vida que el cumplimiento de la voluntad
de Dios, ya está muerto para la única vida auténtica. Una perso-
na así, al tratar de salvar su vida, está perdiéndola. Además, allí
donde la no-resistencia se cobra el sacrificio de una vida o de un
bien material, la resistencia se cobra miles de sacrificios
-Chelcicky predica lo mismo que predicaban y predican hoy
en día los menonitas, cuáqueros y, antes que ellos, los bogomi-
litas, paulicianos, y otros. Afirma que el cristianismo –que exi-
ge a sus fieles docilidad, resignación, misericordia, perdón por
la ofensas recibidas, poner la otra mejilla al recibir un golpe y
amar al enemigo– es incompatible con la violencia, condición
esencial de todo poder o autoridad.
Hay gente que, por algún motivo y sin haber reflexionado al
respecto, llega a la conclusión de que la responsabilidad de
las medidas que adopta un Estado recae únicamente en quien
da las órdenes, que el gobierno y los soberanos deciden lo que
es bueno o malo para sus súbditos, y éstos están obligados a
acatar órdenes. Creo que un razonamiento como éste ofusca
la conciencia de las personas: “no puedo negarme a obedecer
las órdenes de mi gobierno, por consiguiente no soy responsa-
ble de sus crímenes”. Esto es cierto, no somos responsables de
los crímenes de los gobernantes, pero sí lo somos de nuestros
crímenes. Y los de ellos se convierten en los nuestros si, a
pesar de saber que se trata de crímenes, colaboramos en su
perpetración… Aquéllos que consideran que están obligados
a obedecer a su gobierno y que la responsabilidad de los
crímenes que cometen se transfiere a sus gobernantes, se están
engañando a sí mismos.
-Cada año en Rusia hay hombres que son
llamados a filas que se niegan a realizar el servicio militar de-
bido a sus convicciones religiosas. ¿Y cómo actúa el Gobierno?
¿Los deja en paz? no. ¿Los obliga a servir y en caso de negarse los
castiga? Tampoco. En 1818 el Gobierno obró del siguiente modo.
He aquí un extracto casi desconocido en Rusia del diario de ni-
kolái nikoláyevich Muraviov-Karski, prohibido por la censura:
“2 de octubre de 1818, Tiflis
Esta mañana, el comandante me ha dicho que no hace
mucho enviaron a Georgia a cinco campesinos que habían
pertenecido a un terrateniente de la provincia de Tambov, y
que habían sido entregados para servir en el ejército, pero que
se habían negado a hacerlo. Los azotaron con látigos y los
apalearon en repetidas ocasiones, pero con tal de no servir,
se entregaron sin resistirse a las más crueles torturas, dicien-
do: ‘Déjennos marchar, no nos hagan daño, nosotros no se lo
hacemos a nadie. Somos todos iguales, y el zar es un hombre
igual a nosotros; ¿por qué tenemos que pagarle tributos, por
qué tenemos que arriesgar nuestras vidas para matar a otras
personas que no nos han hecho ningún mal? nos pueden
cortar a pedazos, pero no cambiaremos nuestras conviccio-
nes: nunca vestiremos capote militar ni comeremos rancho.
Aquél que se apiade de nosotros, que nos dé una limosna,
porque del Estado nunca hemos querido nada, ni lo quere-
mos’. Así son las palabras de estos mujiks*, que además ase-
guraban que en Rusia hay muchos que piensan como ellos.
Fueron llevados en cuatro ocasiones ante el Comité de
Ministros que finalmente decidió informar al zar sobre el
asunto. Éste ordenó que fueran enviados a Georgia para ser
corregidos, y mandó al comandante en jefe que le informara
mensualmente sobre los éxitos que fueran obteniendo en la
labor de reconducir su modo de pensar”.
El Evangelio nos muestra con especial brillantez
el error y la imposibilidad de esta limitación en el relato sobre
Caifás, que hizo precisamente esta distinción; reconocía que no
estaba bien ejecutar a Jesús porque era inocente, pero veía en
ello un peligro no para sí mismo, sino para todo el pueblo, por
lo que afirmó: “Es preferible la muerte de una sola persona que
la de todo un pueblo”
-Como verdaderamente reconoce el mandamiento contra la
lujuria, no contempla ningún caso en el que ésta no constitu-
ya un mal: los predicadores de la Iglesia no admiten ninguna
situación en la que este mandamiento pueda ser incumplido,
y siempre sermonean acerca de la necesidad de evitar aque-
llas tentaciones que nos hagan caer en la lujuria. no obstante,
no ocurre lo mismo con el mandamiento de la no-resistencia:
para éste sí que encuentran casos en los que puede ser incum-
plido. Y así es como lo enseñan a la gente; y no sólo no enseñan
a no evitar estas tentaciones, cuyo principal exponente es el
juramento militar, sino que participan en este juramento.
-El recluta quiere decir algo.
–Esto va en contra de la ley de Cristo.
–Vamos, andando, que no le necesitamos a usted para saber
qué va a favor o en contra de la ley. Y usted, reverendo, hágaselo
comprender. Que pase el siguiente: Vasili nikitin.
Entonces se llevan al muchacho, que no deja de temblar.
¿Y van siquiera a pensar los guardas, Vasili nikitin –al que
acaban de hacer pasar–, o aquéllos que han presenciado esta
escena, que las breves y confusas palabras de ese muchacho,
reprimidas de inmediato por los funcionarios, contienen la
verdadera esencia de Cristo y, en cambio, los discursos solem-
nes y altisonantes de estos funcionarios y de este sacerdote, tan
desenvueltos y seguros de sí mismos, no constituyen más que
una mentira y un engaño?
-Los juicios de los escritores laicos –tanto los de los rusos como
los de los extranjeros, e independientemente de cuán diferente
sea su tono y su manera de argumentar– llegan en esencia a una
misma, extraña y errónea conclusión: que la doctrina de Cris-
to, que tiene como uno de sus preceptos la no resistencia al mal
con la violencia, no es válida para nosotros porque nos exige un
cambio en nuestras vidas.
ley de conducta, y el uso de la fuerza, que puede reconocerse
bajo diversas formas, como gobiernos, tribunales y ejércitos, que
se aceptan como necesarios y apreciados.
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