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Cuénteme su versión de la caída, señor Lewis


Durante largos siglos, Dios perfeccionó la forma animal que llegaría a ser vehículo de la humanidad e imagen de Él mismo. Le dotó de manos cuyos pulgares pudieran alcanzar cada uno de los dedos, y de mandíbulas, dientes y garganta capaces de articular, y de un cerebro suficientemente complejo como para ejecutar todos los mecanismos materiales mediante los cuales se encarna el pensamiento racional. La creatura puede haber existido durante mucho tiempo en este estado, antes de llegar a ser hombre; puede incluso haber sido lo suficientemente inteligente como para fabricar cosas que un arqueólogo moderno aceptaría como prueba de su humanidad. Pero era solamente un animal, porque todos sus procesos físicos y psíquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales.

Entonces, en la plenitud de los tiempos, Dios hizo que sobre este organismo descendiera, tanto en su psicología como en su fisiología, una nueva forma de conciencia que pudiera decir "yo" y "mi", que pudiera verse a sí mismo como un objeto, que conociera a Dios, que pudiera emitir juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y que estuviera tanto más allá del tiempo como para que pudiera percibirlo fluyendo hacia atrás. Esta nueva conciencia gobernó e iluminó a todo ese organismo, inundando cada parte de él con su luz, y no se vio —como la nuestra— limitada a seleccionar los movimientos que se llevan a efecto en una parte del organismo, principalmente el cerebro. El hombre fue entonces todo conciencia. Los yoguis modernos afirman —ya sea de manera falsa o verdadera— tener bajo control aquellas funciones, tales como la digestión y la circulación, que para la mayoría de nosotros son casi parte del mundo exterior. El primer hombre poseía este poder en forma notable. Sus procesos orgánicos obedecían la ley de su propia voluntad, no la ley de la naturaleza.
Sus órganos enviaban los apetitos hacia el centro de la voluntad encargado de emitir los juicios, no porque tuvieran que hacerlo, sino porque así lo elegían. El sueño para él era, no el estupor en que nosotros caemos, sino reposo deseado y consciente; él se mantenía despierto para disfrutar del placer y del deber de dormir. Como los procesos de deterioro y reparación de sus tejidos eran similarmente conscientes y obedientes, puede no ser una fantasía el suponer que la duración de su vida dependiera, en mayor parte, de su propia voluntad. Gobernándose totalmente, gobernaba todas las especies inferiores con quienes entraba en contacto.

Incluso hoy en día nos encontramos con individuos extraordinarios, que poseen un poder misterioso para domesticar animales. El hombre del Paraíso gozaba de este poder en forma eminente. La antigua imagen de las bestias retozando ante Adán., narración de lo que puede haber sido el hecho histórico. Esto no debe confundirse con "mito" en el sentido dado por el Dr. Niebuhr (i.e., una representación simbólica de una verdad no histórica). adulándolo, puede no ser absolutamente simbólica. Aun hoy en día, hay más animales de los que pueda imaginarse, que están prontos a adorar al hombre si se les ofrece una oportunidad razonable; porque el hombre fue hecho para ser el sacerdote e incluso, en cierto sentido, el Cristo de los animales, el mediador a través de quien ellos aprehenden tanto del esplendor divino como su naturaleza irracional les permita. Y, para ese hombre, Dios no era un plano inclinado resbaladizo. La nueva conciencia había sido hecha para que descansara en su Creador, y en Él descansaba.

No importa cuán rica y variada fuera la experiencia del hombre en cuanto a sus semejantes (o semejante), en cuanto a caridad, amistad y amor sexual, o en cuanto a las bestias o al mundo que lo rodeaba, reconocido por vez primera como hermoso e impresionante; Dios era lo primero en su amor y en su pensamiento, y sin esfuerzo doloroso. En un movimiento cíclico perfecto, el ser, el poder y el gozo, descendían de Dios al hombre, a manera de obsequio, y retornaban del hombre a Dios, en forma de amor obediente y adoración extática. En este sentido, aunque no en todos, el hombre era entonces verdaderamente el hijo de Dios, el prototipo de Cristo, ejerciendo perfectamente con gozo y serenidad de todas las facultades y sentidos, aquel abandono de sí que Nuestro Señor ejerció en las agonías de la crucifixión. A juzgar por sus utensilios, o quizá incluso por su lenguaje, esta bienaventurada creatura era, sin duda, un salvaje. Aún no había aprendido todo aquello que puede enseñar la experiencia y la práctica; si acaso tallaba piedras, sin lugar a dudas lo hacía muy torpemente. Puede haber sido totalmente incapaz de expresar con conceptos su experiencia paradisíaca. Todo aquello es bastante irrelevante. Basándonos en nuestra propia niñez, recordaremos que antes que nuestros mayores nos creyeran capaces de "entender" algo, ya teníamos experiencias espirituales tan puras e importantes como cualquier otra que hayamos tenido desde entonces, aunque no, por supuesto, tan ricas en contextos basados en hechos. Del propio cristianismo aprendemos que existe un nivel —a la larga el único nivel de importancia— en que los sabios y los adultos no poseen ninguna ventaja sobre el simplón y sobre el niño. No me cabe la menor duda de que si el hombre del Paraíso pudiera ahora aparecer entre nosotros, lo consideraríamos un completo salvaje, una creatura para ser explotada o, cuando mucho, protegida. Solamente uno o dos, y aquellos más santos entre nosotros, mirarían a la creatura desnuda, de barba desgreñada y de lerdo hablar, por segunda vez; pero al cabo de breves minutos, caerían postrados a sus pies.

No sabemos cuántas de estas creaturas hizo Dios, ni cuánto tiempo continuaron en estado paradisíaco. Pero tarde o temprano cayeron. Alguien o algo les susurró que podían volverse como dioses —que podían cesar de dirigir sus vidas hacia su Creador, y de tomar todos sus deleites como una gracia sin alianza, como "accidentes" (en el sentido lógico) que surgieron en el curso de una vida dirigida no a esos deleites sino a la adoración de Dios. Así como el joven ansia de su padre una mesada en forma regular, con la que puede contar como suya, con la cual hacer sus propios planes (y con razón, ya que su padre es, después de todo, un semejante), así también las creaturas quisieron estar por su cuenta, preocuparse de su propio futuro, planear su placer y su seguridad, tener un meum del cual —sin duda— pagarían algún tributo razonable a Dios en cuanto a tiempo, atención y amor, pero que era, sin embargo, de ellos y no suyo. Deseaban, como decimos, "llamar a sus almas suyas propias". Pero eso significa vivir una mentira, porque nuestras almas de hecho no son nuestras. Querían algún rincón del universo del cual pudieran decir a Dios, "este es nuestro asunto, no el tuyo". Pero no hay tal rincón. Querían ser sustantivos, pero eran —y deberán ser eternamente— solamente adjetivos. No sabemos en qué acto específico, o en qué serie de actos, encontró expresión el deseo imposible y contradictorio en sí. Según lo que veo, puede haberse tratado literalmente de haber comido una fruta, pero el asunto no tiene importancia alguna. Este acto de obstinación por parte de la creatura, que constituye una total falsedad respecto a su verdadera posición de creatura, es el único pecado al que se puede concebir como la caída.

Ya que la dificultad del primer pecado es que éste debe haber sido demasiado infame, o sus consecuencias no serían tan terribles, pero, sin embargo debe haber sido algo que un ser libre de las tentaciones del hombre caído pueda haber cometido de un modo plausible. El desviarse de Dios hacia uno mismo, cumple ambas condiciones. Es un pecado posible incluso para el hombre del Paraíso, porque la sola existencia de un propio yo —el mero hecho de que lo llamemos "yo"— incluye, desde el principio, el peligro de la idolatría de uno mismo. Como yo soy yo, debo hacer un acto de abandono de la propia voluntad, no importa cuán pequeño o cuán fácil éste sea, para vivir para Dios en lugar de para mí mismo. Este es, si se quiere, el "punto más débil" en la naturaleza misma de la creación, el riesgo que aparentemente Dios piensa que vale la pena tomar. Pero el pecado fue muy infame, porque el yo que el hombre del Paraíso tuvo que someter no tenía resistencia natural alguna a ser sometido. Su data, por así decirlo, era un organismo psicofísico completamente sujeto a la voluntad, y una voluntad completamente ordenada, aunque no obligada, hacia Dios.

El abandono de sí que practicaba antes de la caída no significaba lucha, sino solamente la deliciosa superación de un ínfimo apego a sí, al que le daba mucho gusto ser superado, y del cual vemos, incluso ahora, una débil analogía en la extasiada entrega mutua de los enamorados. En él no había, por lo tanto, tentación alguna (en el sentido nuestro) a elegir el yo —ninguna pasión o tendencia que lo inclinara obstinadamente hacia ello—, nada aparte del simple hecho de que el yo era él mismo. Hasta ese momento el espíritu humano había tenido total control sobre el organismo humano. Sin lugar a dudas, esperaba mantener este control al dejar de obedecer a Dios. Pero su autoridad sobre el organismo era una autoridad delegada, la cual perdió al dejar de ser ésta delegada de Dios. Habiéndose separado tanto como pudo de la fuente de su ser, se había separado de la fuente de poder; ya cuando decimos de las cosas creadas, que A gobierna a B, esto debe significar que Dios gobierna a B a través de A. Dudo de que hubiera sido intrínsecamente posible para Dios continuar gobernando el organismo a través del espíritu humano, al estar éste en rebeldía contra Él. En todo caso, Dios no lo hizo. Comenzó a gobernar el organismo de una manera más externa, no mediante las leyes del espíritu sino mediante aquellas de la naturaleza. Es así como los órganos, ya no gobernados por la voluntad del hombre, cayeron bajo el control de leyes bioquímicas corrientes, y sufrieron todo lo que el interfuncionamiento de aquellas leyes pueda traer consigo a manera de dolor, senectud y muerte. Y los deseos comenzaron a surgir en la mente del hombre, no como los eligiera su razón, sino tal como los hechos bioquímicos y ambientales casualmente los causaran.

La mente misma cayó bajo las leyes psicológicas de asociación y otras por el estilo, que Dios había hecho para gobernar la psicología de los antropoides superiores; y la voluntad, aprisionada en la marejada de la mera naturaleza, no tuvo más remedio que rechazar algunos de los nuevos pensamientos y deseos mediante la sola resistencia, y estos inquietos rebeldes pasaron a ser el subconsciente, tal como lo conocemos hoy. Me imagino que el proceso no fue algo comparable al mero deterioro, como puede ahora ocurrir en un ser humano; fue una pérdida de status como especie. Aquello que el hombre perdió con la caída, fue su naturaleza específica original. "Polvo eres, y al polvo volverás". Al organismo completo, que había sido levantado a la vida espiritual, se le permitió retroceder a su mera condición natural, de la cual había sido levantado al ser creado —tal como mucho antes en la historia de la creación, Dios había levantado la vida vegetal para ser vehículo del reino animal, al proceso químico para ser vehículo de la vegetación, y al proceso físico para ser vehículo del químico. Así es como el espíritu humano, de ser el señor de la naturaleza humana pasó a ser un simple alojado en su propia casa, o incluso un prisionero; la conciencia racional pasó a ser lo que es ahora, un foco intermitente que se apoya en una pequeña parte de los mecanismos cerebrales. Pero esta limitación de los poderes del espíritu, fue un daño menor que la corrupción del espíritu mismo. Se había apartado de Dios. Esta es una elaboración del concepto de ley según HOOKER. Desobedecer su ley adecuada (i.e., la ley que Dios hace para un ser como usted) significa encontrarse obedeciendo una de las leyes menores de Dios; e.g., si al caminar en pavimento resbaladizo usted descuida la ley de la prudencia, súbitamente se encontrará obedeciendo la ley de gravedad. y convertido en su propio ídolo, así que, a pesar de que aún podía retornar a Dios, sólo podía hacerlo mediante un esfuerzo doloroso, y su tendencia era hacia sí mismo. De ahí que el orgullo y la ambición, que el deseo de ser encantador a sus propios ojos y de oprimir y humillar a todos los rivales, que la envidia y la incansable búsqueda de mayor y mayor seguridad, fueran ahora las actitudes que menos le costaran. No se trataba sólo de un rey débil para con su propia naturaleza, sino de uno malo: el espíritu envió a su organismo psicofísico deseos mucho peores que aquellos que el organismo le enviara hacia arriba. Esta condición se transmitió por herencia a todas las generaciones siguientes, ya que no se trató simplemente de aquello que los biólogos llaman una variación adquirida; era el surgimiento de una nueva clase de hombre —una nueva especie que Dios jamás hiciera, que se había pecado a sí misma a la existencia. El cambio que el hombre había sufrido, no era paralelo al desarrollo de un nuevo órgano o de un nuevo hábito; era una alteración radical de su constitución, un desorden en la relación entre sus componentes, y una perversión interna de uno de ellos.

Fragmento de "el problema del dolor", C.S Lewis
 
 

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